03/10/2018 00:54 | Actualizado a 03/10/2018 05:08 Como apuntaba en mi anterior artículo al hablar de “Los ciclos de la política” (19/IX/2018), el nuevo nacionalismo que ha emergido en los últimos años en la mayoría de países occidentales es, a mi juicio, una reacción “natural” del ciclo político al cosmopolitismo no democrático y apátrida que las élites corporativas globales y los dirigentes de los partidos hegemónicos del sistema han llevado a cabo desde los años ochenta del siglo pasado. Este viraje del ciclo político hacia el nacionalismo ha sorprendido a los partidos tradicionales, tanto a los liberales y conservadores como a los socialdemócratas. Su reacción ha sido más visceral que reflexiva. Consiste en demonizar, sin más, a todo nacionalismo, sin intentar comprender su razón de ser y la responsabilidad que esas mismas élites han tenido en ese viraje. Como ocurre con todos las ideologías, el nacionalismo es como el colesterol, lo hay del bueno y del malo. Hay, por un lado, un nacionalismo cívico, humanista, integrador y democrático que ha hecho grandes aportaciones al progreso social, político y económico de nuestras sociedades. Ha sido así en las tres décadas siguientes al final de la Segunda Guerra Mundial. Y, por otro, hay un nacionalismo identitario, divisivo, aislacionista y caudillista que, como ocurrió en los años veinte y treinta, puede llevar a las sociedades occidentales al desastre. El nuevo nacionalismo que ha surgido de la crisis financiera y económica es en la mayor parte de los países del segundo tipo. Pero no deberíamos renunciar a tratar de civilizar ese viraje nacionalista de nuestras sociedades. Nos jugamos mucho en el intento. ![]() El primer paso es que las élites acepten que el malestar social que alimenta el nacionalismo es la respuesta a la forma no democrática en que se gestionó la economía en las últimas tres décadas. A lo largo de esa etapa los organismos económicos internacionales como el FMI y supranacionales como la UE impusieron políticas y reformas económicas sin buscar el consentimiento de la población, con el argumento thatcheriano de que “no había alternativa”; los tratados internacionales de comercio en el marco de la Organización Mundial de Comercio fueron elaborados con secretismo y aprobados sin explicación de cuáles eran sus costes y beneficios; los bancos centrales actuaron de forma tecnocrática, más preocupados por la salud del sistema financiero que por las condiciones de vida de la población; los partidos políticos decían querer “el gobierno de los mejores”; y las élites corporativas defendían una falsa meritocracia basada en la “excelencia” y una ética empresarial basada en el único principio de “crear valor para los accionistas” y altos directivos, aunque eso significara ir contra los intereses de la propia empresa y de todos los demás actores interesados en su buen funcionamiento. Ese liberalismo no democrático, cosmopolita y apátrida vendió a la sociedad la idea que la globalización sin límite sería un win-win, una política que beneficiaría a todos. No había que preocuparse por el aumento de la desigualdad porque, se decía, a medida que la globalización se consolidase la nueva riqueza rebosaría el vaso de unos pocos privilegiados para beneficiar a toda la población. Pero como sabemos no ha sido así. La decepción con esos resultados está detrás del auge del populismo político. Hoy estamos atrapados entre dos opciones políticas igualmente malas. Por un lado, el liberalismo no democrático que agudiza el malestar y hace surgir en la sociedad una demanda de políticas populares. Políticas orientadas al bien común y no al beneficio de unos pocos. Por otro, un nacionalismo liberal que busca responder a esa demanda de políticas populares con un populismo político que asesina la democracia representativa, elimina libertades cívicas y divide a la sociedad. Hay que buscar otras opciones políticas. Una es democratizar el liberalismo. Esto requiere disciplinar el capitalismo ultraliberal y monopolista que se ha formado en las tres últimas décadas en beneficio sólo de un puñado de gente muy rica. En este sentido no deja de sorprenderme el actual debate conservador sobre el “buen capitalismo”, algo que no veo aún en la socialdemocracia. La otra opción es civilizar el nacionalismo. Para ello es necesario que los nacionalistas demócratas salgan de las catacumbas y asuman con coraje esta tarea. Ambas opciones son necesarias para retornar la convivencia civil y la política democrática a nuestras sociedades. Pero, por las circunstancias que vivimos en Catalunya, en nuestro caso creo más urgente y efectivo civilizar el nacionalismo. |