17/01/2016 00:56 | Actualizado a 17/01/2016 03:10 Por mandato constitucional y estatutario corresponde al Rey el nombramiento de los presidentes de las comunidades autónomas previamente elegidos por la asamblea legislativa de las nacionalidades y regiones. También su cese. El jefe de Estado carece de margen de discrecionalidad en el ejercicio de esa facultad y por ello la firma de los reales decretos son denominados actos debidos. Es obligado que el presidente o presidenta del respectivo Parlamento comunique a la Casa del Rey la designación, trámite que, hasta el momento, se formalizaba habitualmente en una audiencia con el Monarca en el palacio de la Zarzuela. Felipe VI, de acuerdo con el Gobierno, ha tomado la decisión de atenerse estrictamente a la legalidad, solicitar la comunicación por escrito de la elección del president Carles Puigdemont, firmar los reales decretos –uno con su nombramiento y otro con el de cese de Artur Mas– y evitar la audiencia acostumbrada que, al parecer, había solicitado Carme Forcadell. Además, en la disposición de cese del anterior president, no se agradecen a Artur Mas los “servicios prestados”. El Estado se ha privado de perpetrar una hipocresía administrativa. ![]() La audiencia del Rey a la presidenta Forcadell hubiera constituido una engañosa representación de cordial y no exigida relación institucional y provocado confusión en la opinión pública. Felipe VI sabe lo que ocurre en Catalunya y no parece necesario que se lo explique, precisamente, quien, como la señora Forcadell, se ha manifestado con una nitidez pedagógica que supera a la de cualquier otro cargo público en Catalunya, con excepción del nuevo president que en su investidura ya anunció el desafío al Estado con la pretensión de desarrollar la anulada declaración diferida de independencia aprobada el 9 de noviembre del pasado año, a la que su predecesor opuso serios reparos en el fragor de la batalla de su descabalgamiento. Los gestos del jefe del Estado son coherentes con el comportamiento tanto de la presidenta del Parlament como del de la Generalitat, el actual y el anterior, y lo son también con el rigor y severidad que el Rey debe mostrar en un conflicto que afecta al núcleo duro de su función simbólica. Han pasado ya los tiempos transitorios de aparente normalidad. Ahora la relación entre las instituciones autonómicas y del Estado es de indisimulado enfrentamiento. Asunto distinto es el que refiere a la recíproca obligación de los gobiernos central y catalán de mantener unos mínimos de interlocución y cuyos presidentes –Rajoy y Puigdemont– no deben eludir porque esa actitud constituiría un temerario abandono de la más elemental praxis política. El Rey, además, ha cortocircuitado el doble lenguaje del secesionismo catalán. Ese que no reconoce al TC pero sigue recurriendo leyes y disposiciones del Congreso y de la Administración Central sometiéndose a su jurisdicción. Ese que aprueba la desconexión pero que en las alegaciones para reclamar la inadmisión del recurso del Gobierno contra la resolución parlamentaria que la proclama, la califica de mera aspiración sin consecuencias jurídicas. Ese que se apresta a construir las llamadas estructuras de Estado pero que para cobrar los fondos del FLA cumple al pie de la letra las condiciones que le impone el Ministerio de Hacienda. Por eso una audiencia a la presidenta del Parlament en las actuales circunstancias provocaba muchos más problemas de los que podría resolver o suavizar, más aún vista –a posteriori– la fórmula que utilizó Carles Puigdemont para tomar posesión de la presidencia del Govern de la Generalitat el pasado martes. Seguramente –como con su habitual ponderación y buen criterio ha expuesto en El País el catedrático Manuel Cruz y otros analistas y ha propugnado el sagaz primer secretario del PSC, Miquel Iceta– la decisión de la Casa del Rey y del Gobierno contiene efectos secundarios indeseables. Sin embargo, hay que asumirlos para que la Corona no se convierta sin reacción pública en la diana de una hostilidad desmedida –desaparición y ocultación del retrato de su titular, omisión de lealtad constitucional, vejaciones verbales por representantes secesionistas–, ni en una institución de la que la opinión pública, catalana y del resto de España, no reciba mensajes claros. La jefatura del Estado ha de ser neutral pero no inerte y su situación –en las decisiones y en los gestos– ha de estar expresivamente del lado de la legitimidad democrática y constitucional. Algo que si deben entender los ciudadanos que la secundan, mejor aún debieran comprender quienes abiertamente la rechazan. O se vitorea a la república catalana o se acude cordialmente a la Zarzuela. La más alta instancia del Estado ha decidido que no puede continuar vigente por más tiempo la ley del embudo. |