Fútbol mejor que pitidos

Artículos | 03/06/2015 - 00:00h


Albert Gimeno


En la semana grande del barcelonismo, en el trayecto hacia el segundo triplete de la historia, en el camino hacia una gloria que parecía imposible a principios de temporada y poco probable durante la misma, el Barça afronta el reto de obtener la quinta Champions de su historia en medio del incesante ruido de fondo que aportan los pitidos y los bramidos. En cualquier escenario en el que alguien ofrece algo al público los pitidos se convierten en un elemento de distorsión. Más allá del trasfondo de una reivindicación, silbar afea la puesta en escena, digamos que enturbia el brillo que se pretende en una celebración como es una final de fútbol, una obra de teatro, una representación operística o una conferencia de relumbrón. Como barcelonista lamento profundamente que para muchos aficionados de Catalunya y de fuera de ella el principal tema de conversación y de debate sea la legitimación o no de los silbidos para reivindicar lo que le venga en gana a cada uno.

En una semana en la que lo importante es la gloria futbolística decenas de miles de barcelonistas de cualquier procedencia tenemos que aguantar la soflama de quienes agarrados a la peana del independentismo creyeron ser alguien dejando a España, al Rey, al Gobierno o a cualquier signo de españolidad a los pies de los caballos. También tenemos que aguantar a los caballeros rojigualdos intransigentes ante cualquier desviación del santo cáliz de la patria que consideran delito sumarísimo silbar a uno de los símbolos de España.

No desvelo ninguna noticia al asegurar que a mí me molesta profundamente que se silbe el himno de España. Creo que hay otras fórmulas y foros para demostrar crítica o incluso animadversión. Me molestaría de igual modo una sonora pitada a Els Segadors y a cualquier himno porque creo en el respeto a las emociones y en la buena educación. Ambas cosas saltaron también por los aires en la famosa bronca de la afición española contra La marsellesa en el Vicente Calderón en el 2012. Pero el incidente del pasado sábado no debería ser una lucha entre intransigentes españoles y cazurros independentistas catalanes. Por ello apelo, más allá de las críticas y de las quejas que pueda provocarnos una u otra situación, al decoro. No me representan ni quienes berrean como animales ni quienes pretenden desenfundar el acero justiciero como si viviéramos todavía en la época de la dictablanda de Primo de Rivera. Si la ley no dice nada en contra de la libertad de expresión, respetemos la ley. Si el Gobierno considera que el himno debe ser respetado de mejor manera, que cambie la ley. Con calma y sin subidones de testosterona. Sinceramente, que la gente no entienda que la España actual es la España de todos me entristece. Pero más allá de los agitadores profesionales, quizás todos juntos deberíamos preguntarnos qué podemos hacer para que la patria común sea, cuando menos, aceptada con educación. Enarbolar la bandera del coscorrón sacia el ánimo del castigo pero ahonda más en la herida profunda que es la que deberíamos intentar reparar. Y eso debemos hacerlo aquellos que creemos que Catalunya y España tienen un recorrido en común. Me niego a pensar que en el conjunto del país sean mayoría los radicales de la "una grande y libre" o los de la "barretina almogàver". Y por favor, disfrutemos del fútbol.