08/09/2017 01:44 | Actualizado a 08/09/2017 03:18 El Parlament de Catalunya está viviendo esta semana jornadas desabridas de duración maratoniana, en las que se aprueban con prisas leyes fundamentales, mientras se ahonda la división entre los catalanes. Ese podría ser el triste resumen de lo que está pasando. La jornada del miércoles, pese a las urgencias de la mayoría parlamentaria soberanista y pese al recurso al filibusterismo de la oposición, terminó con la aprobación de la ley del Referéndum, que debe regular la consulta del 1-O. La jornada de ayer jueves logró –antes incluso de conocer el resultado del 1-O– la aprobación de la ley de transitoriedad. Es decir, la constitución provisional con la que Catalunya, según los soberanistas, debería regirse durante su hipotético primer año de independencia. Ambas normas figuran entre las principales leyes de ruptura redactadas por los soberanistas para crear una legalidad alternativa a la que preside y ampara la Constitución española. La respuesta estatal no se hizo esperar. La Fiscalía General del Estado anunció querella contra todos los miembros del Govern que firmaron la ley del Referéndum, por desobediencia, prevaricación y malversación. El Constitucional suspendió por la noche dicha ley. El Gobierno había impugnado antes la formación de la nueva Sindicatura Electoral y el nombramiento de sus cargos, y pidió al Constitucional que notifique estas decisiones a todo el Govern, a todos los alcaldes catalanes y a otros altos funcionarios. Además, la Fiscalía dio instrucciones a los fiscales catalanes para que investiguen toda actuación en pro del referéndum. En otras palabras, el Estado no tolerará la ruptura en curso y perseguirá las conductas que la promuevan. Estamos, pues, en una fase de fuego cruzado (legal) entre la Generalitat y el Estado. En este choque, Junts pel Sí, la CUP y el Govern porfían por dar a luz su propia legislación, la que debe regir su desconexión de España. Lo hacen con plena consciencia de que alumbrar esta nueva legalidad comporta la muerte de la legalidad estatal, en la que se incluye. Y el Estado, como cualquier otro ente que prefiere mantener su integridad a una mutilación, se resiste a verse desmembrado. Si las circunstancias no revistieran tanta gravedad, podríamos explayarnos en un análisis freudiano de la coyuntura. Pero la gravedad del caso es extrema y nos inclina a deplorar sin reservas el fuego cruzado al que asistimos. En primer lugar, por lo que tiene de lesivo para la convivencia entre catalanes, y entre españoles y catalanes. En segundo lugar, porque propicia la erosión institucional de la Generalitat y del Parlament, ya que sus guías actuales tan sólo han sabido encaminarse hacia esa otra legalidad vulnerando la que la ha acogido durante decenios. Y, además, porque obliga a los altos órganos judiciales del Estado a tomar medidas que no son inocuas, tampoco para ellos, habida cuenta de los casos previos en que el Gobierno del PP se ha escudado en dichos órganos para cubrir su dejación política. Tal dejación le pasa factura ahora al PP. Pero, a estas alturas del conflicto, está tan claro que entonces se equivocó por omisión negociadora como que ahora las instituciones estatales no tienen más remedio que recurrir a la Fiscalía o al Constitucional. Sólo así pueden frenar hoy los ímpetus y leyes soberanistas que amenazan un orden que tienen la obligación de preservar. En el fragor de esta batalla legal, los rivales lucen distintas expresiones. Los soberanistas se muestran ufanos, inflexibles tras su objetivo, impasibles ante las llamadas de la oposición a respetar al Consell de Garanties Estatutàries, o ante las advertencias del presidente del Parlamento Europeo. A su vez, el Gobierno exhibe descontento. Y los altos tribunales, firmeza. Si hubiera que creer a unos, parecería que nos acercamos a un amanecer feliz, indoloro, del Estado catalán. Si hubiera que creer a otros, parecería que el Estado español confía en salir reforzado de este envite. Pero lo que nos aguarda, acabe como acabe el proceso, puede ser algo distinto: una sociedad partida, una convivencia maltrecha, instituciones magulladas, políticos inhabilitados y una incapacidad para dialogar largamente cultivada aquí y allá. Es de temer que esa sea la realidad que veremos los catalanes cuando se disipe la humareda del fuego cruzado. Y entonces, más pronto que tarde, habrá que sentarse a hablar para tratar de recomponerla. |